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7 de mayo de 2013

PSICOCIUDAD

La soledad estructural del gobernante

Por: Daniel Eskibel
Especialista en Psicología Política

En el despacho del Presidente norteamericano Harry Truman, justo sobre su escritorio, había un cartelito enigmático que decía:
"El balde se detiene acá".

El cartel hacía referencia a una imagen: una larga columna de personas pasándose de mano en mano baldes con agua para intentar apagar un incendio. Al final cada balde llega a alguien que es el más próximo al fuego, y ese alguien ya no le puede pasar el balde a nadie sino que tiene que arrojar el agua sobre las llamas.
Es el último hombre. El balde se detiene allí.
La anécdota me la contó un ex Presidente latinoamericano hace varios años. Y es así: un gobernante (ya sea Presidente, Gobernador, Alcalde o Intendente) no le puede pasar el balde a otro, no puede transferir su responsabilidad sino que debe actuar y hacerse responsable de lo que hace.
Algunos le llaman la soledad del poder, esa soledad inevitable que es propia de quien toma decisiones importantes.
No me refiero a la soledad del autoritario, ese que cree estar iluminado por una luz tan especial que se siente con derecho de atropellar a todos los sectores de la sociedad para imponer su verdad. Una pobre verdad que suele considerar mejor que todas las verdades de los demás. Por esa luz, claro, que él cree que lo ilumina pero que en realidad lo enceguece y lo termina quemando.
No me refiero, entonces, al aislamiento del gobernante autoritario. No. Me refiero a la soledad que está incrustada en la médula de la toma de decisiones.
La soledad estructural del gobernante
En un tiempo lejano los gobiernos eran organizaciones pequeñas. Y el gobernante podía dirigir el gobierno trabajando día a día desde su despacho, con la colaboración de un par de funcionarias de carrera y convocando a sus ministros a acuerdos individuales o colectivos. Un gobierno simple para una organización simple.
Pero los tiempos cambiaron.
La población creció desmesuradamente. La sociedad cambió. Los ciudadanos cambiaron y se hicieron más exigentes y críticos, y comenzaron a demandar servicios de mayor calidad cada día.
Y los gobiernos crecieron con la misma desmesura. En el monto del presupuesto, en la cantidad de funcionarios, en la enorme multiplicidad de nuevas áreas que atender y en una infraestructura cada vez más grande y compleja.
Lo que en muchos lugares no cambió mucho es la forma de dirigir el gobierno: el despacho del gobernante, algunos funcionarios de confianza, la convocatoria a los ministros...Pero los ministros, sea cual sea el gobierno, están cada vez más inmersos en su propia área, sus problemas, sus complejidades, sus desafíos, su agenda interminable...
Y el despacho del gobernante (el pasado, el actual, el próximo) bombardeado de problemas difíciles. Desbordado. Atrapado y casi hundido en una estructura insuficiente y antigua, intentando dirigir una organización cada vez más grande y compleja.
Lo que quiero decir es que en la mayoría de los gobiernos tenemos un problema. Seguramente muchos, sí...pero en este caso me refiero a uno. Un problema estructural que está más allá de las coyunturas políticas. Es el problema de cual es la mejor estructura para el gobierno.
¿Cómo saber qué hacer con el balde una vez que llegó a su escritorio, mientras todas las miradas convergen en el último de la fila y las llamas siguen creciendo a su espalda? ¿Cómo gobernar y no salir quemado?
Dejo planteado el problema porque el primer paso hacia la solución es siempre ver el problema, estudiarlo, pensarlo y comenzar a imaginar soluciones.

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